Quizás un prado florido sea una imagen de calma y paz para la mayoría. Pero para los insectos y las plantas, es un verdadero campo de batalla, una competencia por los recursos y la reproducción. Debido a esto, estrategias de todo tipo, fruto de la selección natural, aseguran la supervivencia. Entre ellas encontramos las flores de las solanáceas, que solo confían su codiciado polen a los insectos con mejor ritmo.

Más allá del tomate y la patata
Aunque no sepas qué es una solanácea, seguro que has comido más de una especie de este grupo en tu vida. De hecho, son componentes indispensables de la alimentación humana mundial desde hace siglos: patatas, tomates, pimientos, berenjenas… También se encuentra en la familia el infame tabaco, y muchas plantas ornamentales, como las petunias.
En nuestros campos también encontramos solanáceas silvestres, como la borraja con sus hermosas flores azules y usos alimenticios, o la Nicotiana glauca, una planta invasora proveniente de Sudamérica.

Se dan flores muy variopintas en las solanáceas, pero muchas de ellas poseen una estructura común: sus anteras están engrosadas y acumulan polen en su interior, que solo puede liberarse por un pequeño poro. Normalmente las plantas no esconden su polen, que se lo pregunten a los alérgicos, pero no se trata de ningún error, sino de una estrategia evolutiva.
Flores con contraseña de seguridad
Para que se produzca la polinización y la planta consiga reproducirse, el polen que llegue a la parte femenina debe ser compatible, lo que, de entrada, suele significar de la misma especie. Lo que ocurre es que los insectos no realizan su labor con esto en mente, se embadurnan en polen en busca de alimento, y en un prado lo difícil es no toparse con una flor de otra especie justo al lado.
Por este motivo, surgen estrategias que aseguran la polinización. El esconder el polen dentro de las anteras tiene como objetivo que este no sea malgastado al estar a disposición de cualquier insecto o al ser arrastrado por el viento. Al fin y al cabo, la producción del polen es un proceso costoso.
Aquí es donde entran en acción los abejorros y algunas abejas. Al encontrarse con una flor de estas características, se agarran con sus mandíbulas a las anteras y empiezan a vibrar. Este twerking a pequeña escala es lo que permite que el polen salga de las anteras y caiga sobre sus cuerpos. Los abejorros, al contrario que otros grupos como las moscas o los escarabajos, son excelentes polinizadores, por lo que la planta deja su reproducción en las mejores manos. Son las únicas que pueden obtener su polen.
Las vibraciones se consiguen gracias a que pueden disociar los músculos del vuelo, de manera que, en lugar de batir las alas, los músculos se contraen y relajan rápidamente haciendo vibrar todo el cuerpo. Esta capacidad no la comparte la idolatrada abeja melífera, por lo que, como mucho, puede aprovechar el néctar que secretan algunas de estas flores o quedarse con los restos que han dejado otros.
Pequeños servidores de la humanidad
Muchas solanáceas que cultivamos requieren de esta polinización por zumbido para producir fruto. De ahí que los invernaderos compren pequeñas colmenas de abejorros —que cuentan con una reina y obreras, como las abejas—. Cuando la planta no tiene acceso a estos insectos, es necesario polinizarlas a mano o con métodos artificiales; después de todo, solo es necesario hacerlas vibrar. Sin embargo, no deja de ser menos eficaz y más costoso cuando no podemos dejar el trabajo en manos de los verdaderos especialistas.

Los abejorros, como los del género Bombus, son un grupo muy susceptible a la reducción de sus poblaciones y a la extinción. Entre las amenazas a las que se enfrentan, están el uso de ciertos pesticidas químicos, la destrucción de sus hábitats naturales y el cambio climático. El servicio que nos prestan al abastecer a la humanidad con las plantas que polinizan depende de los esfuerzos que sean realizados para su conservación.
La polinización por zumbido no deja de ser una estrategia más, ni mejor ni peor, en el océano de soluciones que aparecen por selección natural. Un ejemplo de la evolución conjunta entre plantas e insectos durante millones de años.