El ojo es una ventana para interactuar con el mundo. Se trata de un órgano que encontramos en prácticamente todos los animales que se mueven bajo la luz de nuestro Sol. Ya sean un par, ocho o miles, estas complejas estructuras serían lo último que se esperaría que surge por azar; pero así es. El poder de la selección natural a menudo sobrepasa lo que podemos imaginar.

Un ejemplo muy trillado
Un argumento teológico a favor de la existencia de Dios es la analogía del relojero. Se basa en que si, por ejemplo, en una isla desierta encontráramos un reloj, no nos quedaría otra que pensar que un artilugio tan complejo ha sido creado por un ser inteligente. Esto se extrapolaría al resto de elementos de la naturaleza, como los seres vivos y sus componentes. De esta forma, un órgano como el ojo, tan sorprendente en su complejidad, fue usado reiteradamente como ejemplo para defender este argumento.

A partir de esta analogía, el ojo también era un ejemplo perfecto para aquellos que no creían en la selección natural que propuso Darwin. Incluso el mismo autor de «El origen de las especies» especulaba sobre el ojo y cómo, aún con lo complejo que es, puede ser explicado con su teoría. Sus detractores defendían que cualquier modificación en el ojo lo haría casi inservible, por lo que las formas intermedias hasta alcanzar un ojo funcional no serían viables. Como se explica en el apartado siguiente, se trata de una idea errónea.
La evolución del ojo
Richard Dawkins señala en su libro «El relojero ciego» que estos argumentos no podrían estar más equivocados. Dawkins explica que no tiene sentido que un ojo imperfecto sea inviable para la supervivencia de un organismo. Solo hay que pensar en nosotros, que aún con miopía o astigmatismo, sin usar lentes, podríamos sobrevivir.

Respecto a las formas intermedias en la evolución desde un organismo sin ojos hasta uno con ellos, no cabe duda que un 1 % de visión es mejor que nada. Existen seres vivos microscópicos en los que una pequeña mota negra sirve de fotorreceptor, es decir, permite al microorganismo actuar en consecuencia de estar expuesto a la luz o en oscuridad. Posiblemente, el ojo del primer animal con vista tenía esa misma función.
Así, a lo largo de generaciones, durante millones de años, un ojo muy simple fue aumentando en complejidad con nuevas estructuras hasta dar lugar a la diversidad de ojos en los animales. Algunos con alto enfoque, gran resolución y con la capacidad de distinguir colores. Sin duda, una herramienta así supone una ventaja para la supervivencia en un mundo iluminado.
¿Milagro único o múltiple?
Los ojos son órganos blandos que rara vez dejan huella en el registro fósil. A pesar de esto, atendiendo a su estructura y la composición de las biomoléculas que permiten la visión, algunos científicos piensan que los ojos de los grandes grupos de animales evolucionaron independientemente. Pero, también se han encontrado indicios de que no es el caso, pruebas de que el ojo apareció una única vez en un antepasado común.

En concreto, existe un gen indispensable para la formación del ojo que es común a todos los animales bilaterales —aquellos cuyo cuerpo tiene un lado izquierdo y derecho iguales, como nosotros—. Esto llevaría a pensar que el gen apareció muy atrás en la evolución y que todos los ojos que vemos en los animales provienen del mismo ojo primitivo de un antepasado común.
Con tiempo, la selección natural permite el paso de lo más simple a lo complejo. Es fascinante cómo un solo órgano, o en este caso par de órganos, debido a su magnífico diseño, pone de manifiesto el poder de la evolución de la vida en la Tierra.